por Mons. Carlos González Saracho
Artículo aparecido en la revista HACER EMPRESA en junio de 2023
En los comienzos del
siglo XX, a Albert Einstein lo consideraban un
fracasado en el posgrado de Física y no fue capaz de encontrar trabajo como
docente o investigador en la universidad. Tuvo que trabajar siete años en una
oficina de patentes. Pero, en su tiempo libre, escribió artículos sobre el
efecto fotoeléctrico, el movimiento browniano y la teoría de la relatividad
espacial, trabajos que dieron un vuelco a la Física. Después de recibir el
Premio Nobel, describía la oficina de patentes como “ese espacio reservado en
el que brotaron mis más hermosas ideas”.
Esta anécdota me
recordó la La vida intelectual, un ensayo del filósofo y teólogo francés A. G. Sertillanges (1863-1948),
sobre la tarea intelectual, basado en el pensamiento de Aristóteles y de Tomas
de Aquino, publicado en 1942 y con muchas reediciones, porque es un texto muy
aprovechable no solo para quienes hacen del conocimiento su profesión, sino
también para quienes desean tener un “espacio” intelectual, compatible con
otros trabajos.
Sertillanges insiste en que la
construcción intelectual exige poner unos cimientos sólidos, conocer nuestras
propias limitaciones: “¿Quieres hacer obra intelectual? Empieza por crear
dentro de ti una zona de silencio, un hábito de recogimiento, una voluntad de
desprendimiento, de desapego, que te haga disponible por entero para esa obra.
Adquiere ese estado de ánimo, libre del peso del deseo y de la propia voluntad,
que constituye el estado de gracia del intelectual. Sin ello, no harás nada o,
al menos, nada que valga la pena”. Toda construcción (como la de un edificio)
debe partir de un plan y, en este caso, es la búsqueda de la verdad, actitud
básica de la vida intelectual. En el libro, muy bien escrito, abundan consejos
útiles como la necesidad de dedicar un tiempo al día a la tarea de pensar, la constancia
en el horario, el requisito del silencio, la escritura, etc., que forman
hábitos que nos predisponen a la verdad.
SERTILLANGES INSISTE EN QUE LA CONSTRUCCIÓN
INTELECTUAL EXIGE PONER UNOS CIMIENTOS SÓLIDOS, CONOCER NUESTRAS PROPIAS
LIMITACIONES.
Años después, en
1951, el filósofo francés Jean Guitton publicó El trabajo intelectual, del que existe una reedición en 2022 de Rialp. Esta obra fue pensada
inicialmente para los estudiantes, pero también se dirige a los que, con muchas
ocupaciones, no quieren renunciar a leer, escribir y pensar. Guitton propone
modos de potenciar la propia preparación intelectual y la concentración,
animando a alternar el descanso y el esfuerzo, y orientando al lector a
expresarse con estilo y construirse sólidamente mediante la lectura.
Ambos libros combaten el
prejuicio de que la vida intelectual sea exclusiva para unas minorías o
consecuencias de un alto nivel económico. En realidad, la vida intelectual es
fruto de un interés por el mundo y, sobre todo, de buscar continuamente el
sentido de las cosas, lo que requiere constancia porque implica entrar en
conflicto con la tendencia natural a una vida cómoda. Actualmente hay
iniciativas inspiradas por estos principios o por esta inquietud vital de
buscar la verdad. Una de las más interesantes es la de Zena Hitz, Ph.D. de
Princeton, profesora de varias universidades norteamericanas y responsable del
Proyecto Catherine, una especie de programa de tutorías en humanidades al
estilo de los grandes libros de Oxford. Recomiendo visitar su página web. En 2022, Editorial
Encuentro publicó su libro: Pensativos: los placeres ocultos de la vida
intelectual en el que invita a la
búsqueda de la verdad y del sentido de lo humano, en la línea de libro de
Sertillanges, al que cita oportunamente. Pone el ejemplo de Einstein mencionado
al comienzo de este artículo, y ofrece otros argumentos, imágenes e historias
que demuestran la necesidad de los bienes intelectuales, el ocio, la contemplación, el
aprendizaje, más allá de las enseñanzas destinadas a la utilidad y a la
preparación profesional.
LA VIDA INTELECTUAL ES FRUTO DE UN INTERÉS POR EL
MUNDO Y, SOBRE TODO, DE BUSCAR CONTINUAMENTE EL SENTIDO DE LAS COSAS, LO QUE
REQUIERE CONSTANCIA PORQUE IMPLICA ENTRAR EN CONFLICTO CON LA TENDENCIA NATURAL
A UNA VIDA CÓMODA.
Lo que pretenden estos y otros autores es romper con esas dinámicas
utilitarias y excesivamente pragmáticas dominantes de la sociedad, para ayudar
al lector a saborear lo que significa la vida intelectual como forma de
cultivar la vida interior de una persona, un lugar de retiro y reflexión. Si se
consigue, se descubre que la vida intelectual es una fuente de dignidad y abre
un espacio a la comprensión y a la solidaridad entre todos. Y, algo muy importante,
también ofrece una plataforma crítica ante los mecanismos de subordinación y de
alienación a los que todos estamos expuestos.
Una de las consecuencias, y a la vez requisito imprescindible de la vida
intelectual y de la búsqueda de la verdad, es el equilibrio entre dos actitudes
complementarias, aparentemente contradictorias: flexibilidad y certezas. La
flexibilidad intelectual se requiere para estar abiertos y dispuestos a cambiar
la mente cuando recibimos nuevos datos y argumentos. Y la firmeza en las
convicciones es particularmente necesaria, porque vivimos en una sociedad que
nos inunda de ideas banales y que, paradójicamente, es alérgica al dogmatismo,
lo que nos lleva a caer en la sospecha permanente, de la que ya nos advirtió G.
K. Chesterton: “Corremos el riesgo de concebir una raza humana que no se atreva
a creer ni en las tablas aritméticas”.
Hay gente que piensa que los cambios de opinión tienen un valor en sí
mismos, como si no fuera posible llegar a algunas certezas. Un cambio de
opinión tiene valor en cuanto sirve para ajustar mejor mis puntos de vista a la
realidad. Es peligroso endiosar las dudas y condenar las certezas: si tenemos
las primeras es porque deberíamos querer llegar a las segundas. Por supuesto
que es necesario dudar de uno mismo y esto hace avanzar el conocimiento: pero
es un punto de partida, no de llegada. Hay que desprenderse de estereotipos y
de medias y falsas verdades, pero sin olvidar que hay un final del camino, un
propósito. Si todo valiera lo mismo, si no pudiera conocerse la verdad, no
tendrían sentido la investigación, la ciencia, la filosofía. Lo que hace que
una persona sea dogmática —en el sentido de presentar como innegable algo que
es discutible— no es la búsqueda de la verdad, sino la autocomplacencia acrítica
o irreflexiva en los propios juicios, de lo que nadie está libre. Como escribió
Ralph Waldo Emerson: “La madurez es la edad en que uno ya no se deja engañar
por sí mismo”.
“La madurez es la edad en que uno ya no se deja engañar por sí mismo”.
En agosto de 2022 el título de
esta columna en Hacer Empresa era una frase de Quinto
Curcio Rufo: “Los ríos más profundos son siempre los más silenciosos”. Decía
allí algo aplicable a la vida intelectual: la madurez y el aplomo requieren
cultivar espacios interiores de serenidad, para hacer más profundo nuestro
trabajo, descubrir su dimensión de eternidad, no perder la dimensión amplia de
la realidad, entablar relaciones fluidas con nuestros colaboradores, etc.